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sábado, octubre 07, 2006
  Otro capítuo de La mano pequeña
Miércoles 28 de Julio:
La paloma inquieta

Esa mañana cuando fui a dejar a Alonso al colegio, me quedé en la puerta viendo cómo los demás alumnos entraban. Vi a los padres despedirse de sus hijos. En su mayoría eran mamás. Y todas ellas, al parecer por sus ropas, trabajaban fuera de la casa. Sin duda un gran esfuerzo. Debe ser por eso que me enterneció tanto ver a los papás con sus niños. Incluso ellos fueron más cariñosos que las mamás. Jugaban con los niños brevemente, una broma o un tirón de pelos, tonteras masculinas, y luego los abrazaban y besaban como si no los fuesen a ver más. Muchos de esos hombres, supongo, encuentran la válvula de escape en sus hijos. ¿Válvula de escape de qué? De la masculinidad. De la rudeza. Del hombre sin sentimientos, trabajador y proveedor. Del estereotipo de macho. De la mirada de que el mundo es malo y hay que moverse con astucia y firmeza dentro de él. En ese momento en que su retoño lo abraza y se va mochila al hombro rumbo a clases, se olvidan del papel que les tocó interpretar. En ese instante son vulnerables. Se despiden de ellos y se arreglan la corbata, miran hacia los costados, toman su maletín y se retiran muy serios.
Le había entregado una copia de mi cuento a Alonso. Él es mi primer lector. Y su opinión es la más importante para mí. Él ve cosas que nadie más aprecia. Alonso durante el trayecto al colegio había leído la primera de las tres hojas que les pasé.
Los papás se retiraron. Alguien se me acercó por el lado. Era Trinidad.
–Me he enterado que usted es profesor de castellano.
–Sí, alguna vez trabajé con niños.
–Podría trabajar con nosotros.
–Pero estamos a mitad de año.
–En pleno proceso de selección para el próximo año. El lunes hay entrevistas. Lo espero después que deje a su sobrino.
–Mi currículo no es muy impresionante.
–Hay más cosas que se consideran aparte del currículo. Lo espero el lunes.
Trinidad me sonrió y me sentí incómodo. Sólo me despedí con un tibio gesto de cabeza. La sola posibilidad de volver a las aulas me había emocionado de sobre manera. Sólo un año estuve haciendo clases y resultó ser muy importante para mí. Fue en un colegio de Cerro Navia. Le hice castellano a un quinto básico. Los niños, al principio muy huraños, terminaron respetándome. No sé si queriéndome, pero algo de cariño había. Muchos de ellos no estaban acostumbrados a que los trataran bien.
No seguí con mis clases pues Alonso sufrió una crisis depresiva profunda. Entró al colegio y no podía soportar la idea de no ser igual al resto. Su mano pequeña no era lo único que lo hacía distinto. Los demás niños parecen no tener corazón, me explicó un día entre medio de un fuerte llanto. Decidí dedicarme a él y sólo trabajar esporádicamente con mi tío. Alonso, salvo la angustia que le provocaba lo de la obra teatro, se había sentido mucho mejor desde entonces, por lo que la posibilidad de volver a hacer clases me entusiasmó. Era un colegio particular, es cierto, pero los niños no tienen la culpa de tener plata o no, siguen siendo niños a secas.
Tanto Trinidad como yo no nos habíamos movido. Me sorprendí al verla después de volver de mis cavilaciones. El lunes me pareció lejano y el año entrante me resultó simplemente inalcanzable. Trinidad esperaba algo de mí. Un comentario o quizás una despedida más formal.
–Podríamos empezar con un taller literario.
–No es mala idea, Tomás. ¿Tiene experiencia literaria?
–Algo. Escribo. He ganado algunos concursos.
No mentía. Había ganado un par de premios municipales, tanto en cuento como poesía. Jamás le conté a nadie y la plata ganada la deposité en la cuenta de Alonso. Obviamente ignoré las ceremonias de premiación. Aduje, en ambos casos, una enfermedad de cuidado.
–Usted es una caja de sorpresas. El lunes también hablaremos de ello, pero estamos a mitad de año y hay un presupuesto…
–El taller lo haría gratis.
–No es mi intención que usted trabaje gratis.
–No se preocupe. Por mis clases de castellano, si es que llego a quedar, le cobraré caro.
Trinidad se rió y se me acercó. Me besó la mejilla aún riéndose. Lo mío no fue un chiste, pero siempre me pasan cosas similares.
A pesar de mi buen ánimo no me atreví a caminar por la vereda de la animita. La miré y sentí un fuerte escalofrío. Casi el mismo que había sentido el día que almorcé con Karla. Me acordé de ella y prometí llamarla en algún momento del día. Recordé al obrero de la construcción y supuse que a lo mejor lo iban a enterrar en unas horas más. Fue un suicidio, de eso no cabe duda. Me es difícil explicarlo, pero lamentablemente logro percibir la pena profunda en la gente. Esa pena, al menos por unos instantes, la hago mía. No es agradable ese tipo de empatía. Sospecho que mi sobrino le pasa lo mismo. Y lo de él es peor. Empatiza, además de las personas, con los animales o cualquier ser vivo.
Pasé la mañana entera y parte de la tarde también, leyendo a una poeta polaca ganadora del Nobel. Szymborska. Prometí escribir un poema en su estilo. No se veía tan difícil, pero eso mismo me aseguraba que sí lo era. Almorcé liviano y fui a buscar a Alonso. Regresamos a la casa en silencio. Mientras yo llamaba por teléfono y pedía comida china, él se cambió ropa y ligeramente llegó al living. Lucía una cara de urgencia, de urgencia de contarme algo.
–Tres cosas. Leí tu cuento, una paloma estuvo largo rato sobre el tejado de mi colegio y tengo una pregunta importante que hacerte.
–Empieza por lo de la paloma, si quieres.
–Bueno. Por ahí iba a empezar. La profesora dejó la puerta de la sala entreabierta y por ahí pude ver cuando llegó la paloma. Estábamos en Artes Plásticas. Mi dibujo ya lo había terminado hace rato y me dediqué a mirar la paloma.
–Cómo era.
–Blanca y con el pecho negro. La paloma desde el principio se veía inquieta, se movía de un lado para el otro, y en ese momento me acordé de las vacas de tu cuento.
–Es rara la asociación.
–Las palomas son inquietas. Jamás se quedan tranquilas. Las vacas, salvo su cola, son verdaderas rocas. Pero esta paloma estaba más inquieta que el resto.
–A lo mejor sentía hambre.
–Eso mismo pensé y saqué un pedazo de pan de mi colación y lo eché en mi bolsillo de la cotona. Luego le pedí permiso a la profe para ir al baño. Yo nunca pido permiso para ir al baño. Creo que fue mi primera vez. La profesora se sorprendió un poco, pero me dio permiso. Caminé por el corredor y me acerqué lo que más pude a la paloma. Ella estaba justo arriba mío y no le molestó mi presencia.
–¿Le diste pan?
–Migas, muchas migas. Se las lancé y algunas incluso rebotaron en su cuerpo, pero la paloma las ignoró.
–¿Y mis vacas?
–Tus vacas son el miedo al monstruo, pero un monstruo muerto. Ella no hicieron nada para atemorizar al niño. Sólo su gran tamaño lo asustaba. Las palomas, en cambio, cuando se comportan de manera normal, no asustan a nadie, pues son pequeñas. Para asustar tienen que hacer algo anormal.
–Como ignorar las migas.
–Eso mismo. Obviamente la paloma no tenía hambre, o no le importaba comer. Eso es muy inusual. Los animales y las aves comen cuando pueden, no cuando quieren.
–Los leones comen sólo cuando cazan. Pueden pasar varios días entre comida y comida.
–Las leonas son las que cazan.
–Es verdad. La paloma…
–Siguió inquieta. Y me asusté. No sé. No sabía cómo ayudarle y me asusté. Para peor sonó el timbre y todos salieron a recreo. Me quedé ahí. No miré a la paloma para que los demás no la miraran tampoco. Había un barullo enorme, pero la paloma no voló a ninguna parte. El recreo terminó y todos se entraron. Yo me senté en el piso y cerré los ojos.
–¿Cerraste los ojos?
–Sí, como el niño de tu cuento. Creí que era una buena solución. Si no hubiese leído tu cuento no lo abría hecho. Me senté y cerré los ojos esperando dormirme para luego despertar y darme cuenta que todo había pasado.
–En este caso que la paloma no estuviese.
–O que estuviese moviéndose sin tanta desesperación.
–Y qué pasó.
–Llegó la profe a buscarme y le expliqué mi problema.
–Ella no te entendió.
–No sé si entendió, pero se quedó un rato conmigo y me hizo cariño. Dijo también que quería leer tu cuento. Yo le dije que te iba a preguntar primero. Al rato llegó otra paloma. Era una paloma entera de negro.
–Como las vacas.
–Sí, pero sin manchas blancas. Las palomas se quedaron mirando. La paloma inquieta dejó de moverse. Las dos se fueron volando, pero primero picaron algo de las migas que yo había tirado.
–La estaba esperando. La paloma negra llegó tarde a la cita.
–Eso mismo me dijo la profesora y nos fuimos a la sala.
–Es una gran historia.
–Puede ser. Sólo sé que me pasó.
–Fue un final feliz.
–Sí, parece. No como en tu cuento. Sentí pena cuando lo terminé de leer.
–Al menos no murió nadie.
–Quedarse dormido con miedo es terrible. Es una pesadilla, pero despierto o casi dormido… Me enredé.
–Te entiendo perfectamente.
–El otro niño, Juanito, también me dio pena. No tenía papá y el paseo no le pertenecía. Sintió tanto miedo que no podía después mirar a su amigo.
–Verdad, no lo había pensado. Pedí comida china.
–No pediste pato. Yo no como patos.
–Arroz y chap sui de verduras.
–Vale.
El resto de la tarde me la pasé releyendo a Szymborska y escribí un poema sobre una chica provinciana que vive una aventura con un hombre algo mayor que ella. Esa historia la tenía apuntada hace unos meses y la escuché entre las estaciones de metro El Llano y Los Héroes. Ella, la chica provinciana, se la contaba a su amiga capitalina. Me acordé de Karla abruptamente y decidí regalarle unos poemas. Aún así no me dio el ánimo como para telefonearla.
El sol se escondió y Alonso apareció en el living. Venía con un cuaderno en las manos. Prácticamente sin conversar hicimos un par de tareas. Alonso cerró el cuaderno lentamente y con su mano pequeña se rascó la barbilla. Me causó gracia ese gesto. No se lo había visto antes.
–No te hice la pregunta importante.
–Es verdad. Estoy preparado.
–¿Puedo mostrarle tu cuento a mi profe?
–No sé. Tú sabes que no me gusta mostrar mucho mis cosas.
–Es que yo, cuando le expliqué lo de la paloma, le hablé de las vacas y de tu cuento.
–Bueno, en ese caso sí. No quiero que ella piense que eres un mentiroso.
–Encuentro tonto mentir.
–Yo lo hago muy poco, pero nunca contigo.
–Siempre se termina sabiendo todo.
–Estoy armando una especie de libro de poemas para regalárselo a una mujer.
–¿A mamá?
–No. Trabaja con mi tío. Se llama Karla.
–¿Es tan linda como mamá?
–Es linda, pero nunca como tu mamá. Ella es la más bella de todas.
–¿La quieres más que a mamá?
–No. La conozco hace poco. Me cae bien…
–Pero le vas a regalar un libro de poemas. Se van a casar.
–No, no, no…
–De qué hablan –interrumpió Rita, y su abrigo negro lo lanzó en el sillón grande del living. Alonso corrió a su encuentro y la besó. Rita me tiró un beso aéreo y yo le contesté con idéntico gesto. Me sentía incómodo, como si tuviese un amante y me hubiesen atrapado.
–Tomás le va a regalar un libro de poemas a una mujer –dijo Alonso.
Rita me miró sonriente y me encogí de hombros.
–Entonces te la vas a tirar –comentó Rita.
–Quizás –contesté.
–Regálale el libro justo antes de que se vayan a la cama. Te lo va a agradecer con creces.
Rita se acercó a mí y me besó en los labios. El teléfono repicó. Sólo yo me quedé mirando el aparato. Claramente podía ser Karla. Decidí no contestar.
 
Bitácora de vuelo de un aspirante a escritor (y ser humano)

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Nombre: roberto fuentes

Nada. Sólo soy un escritor.

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