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miércoles, diciembre 27, 2006
  Nada...
...es como antes
(por suerte!)
 
lunes, diciembre 11, 2006
  El relato imperfecto

La apariencia no lo es todo, es cierto, pero importa muchísimo. Recomiendo sospechar del exceso de belleza, de la belleza sin igual. Ahora, tampoco hay que irse para el otro extremo y pregonar a los cuatro vientos que el contenido y sólo eso vale la pena. Estoy de hablando de literatura, por cierto (y de belleza física también, lo admito).

El escritor, dicen, el verdadero escritor, vive su oficio como un apostolado en busca de la perfección. Sólo pocos la han rozado o alcanzado. Pero el gran problema de buscar con tanto ahínco esa perfección es, precisamente, que se pueden acercar demasiado (bueno, eso y además que se lleguen a olvidar de lo que están escribiendo). Los relatos perfectos, digo, escritos asépticamente, me causan cierta distancia, la misma distancia que me produce la inevitable impostura que posee una representación teatral. Me frustra no ver una herida, un dedo marcado en la torta. Cierto amigo escritor me ha dicho que en las fallas se percibe al autor; es como si el escritor aprovechara estas hendiduras para escapar del relato y conectarse con el lector. Un relato perfecto es cosmopolita, universal, pareciera que cualquiera de los pocos buenos autores que existen en este planeta lo pudo haber escrito. Eso me parece negativamente inquietante, uniforme, poco arriesgado y falto de carácter. No niego que para alcanzar un relato de esas características, donde uno no puede, por más que busque, cambiarle siquiera una coma, se requiera de un trabajo enorme. Cientos de horas buscando la frase perfecta me resulta admirable, digno de un aplauso cerrado, pero temo que el producto final se vea tan bien pulido que parezca falso, irreal, como los maniquíes.

Collyer es un gran escritor (no lo voy a descubrir ahora yo) y siempre se ha dicho, con justicia, que sus cuentos son perfectos. Envidio el oficio alcanzado por este autor, pero no puedo dejar de sólo “admirar”, estéticamente hablando, sus relatos. Me gustaría conectarme más, emocionarme, pero tanta delicadeza me hace escapar de la historia, me grita en la cara que detrás de esas líneas, tan cuidadosamente escritas, hay un escritor, un profesional de la palabra. ¡Yo me quiero olvidar del escritor! Deseo perderme en la historia y, a veces, uno que otro pequeño error me hace el relato más verosímil y me ayuda a alcanzar el objetivo de ignorar por completo dónde estoy parado. Lo mismo me pasa con Contreras. Creo que su novela El gran mal posee más llagas que El nadador. De su boca lo he escuchado decir (en entrevistas, nunca he conversado con él) que de entre esos dos libros se queda con El nadador. Esta novela, la preferida del autor, vendió más (hasta aseguraría que mucho más) que la otra, la imperfecta, pero su lectura apenas me provoca envidia por lo bien escrita que está. El gran mal, en cambio, posee un momento clave (quizás el único), un momento que me conecta con el joven protagonista, un momento que me hace vivir su tragedia, que me hace compartir su “gran mal”, y esa sola escena, para mí, salva la novela y al mismo tiempo justifica las horas de estar sentado frente a ese manojo de páginas.

Estoy seguro que ser escritor es mucho más que pulir y pulir: es dejarse llevar, arriesgarse, tirarse al vacío, perder el temor a equivocarse. Los buenos escritores, hablo de esos que sudan “oficio” y “limpieza” por todas partes, son sólo eso, buenos escritores, que están a la misma altura que los miles de buenos ingenieros y médicos que andan dando vueltas por ahí. Apuestan por no perder, por el empate, y no pierden, pero tampoco ganan. Los imprescindibles son aquellos que se dejan ver desnudos, que se meten el dedo (y la mano también, si es necesario) en sus heridas. Ahí están las primeras novelas de Vargas Llosa, por ejemplo. Mamotretos de quinientas páginas que perfectamente pudieron ser trescientas. Pero a quién le importa eso. Huelen a algo esos libros: a dolor, a humor, a pasión, a amor, o a cualquier cosa. Los libros asépticos sólo huelen a anestesia, a alcohol y a povidona; están tan libres de gérmenes, que ni siquiera hay que lavarse las manos después de leerlos. Una pena. Prefiero terminar manchado entero de lodo.


 
Bitácora de vuelo de un aspirante a escritor (y ser humano)

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Nombre: roberto fuentes

Nada. Sólo soy un escritor.

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