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martes, julio 18, 2006
  Capítulo 2. La mano pequeña
Domingo 25 de Julio:
Debe ser lindo ser por un instante un pato muerto

Un par de rayos de sol se posaron sobre mi cara, escuché a lo lejos una entrecortada risita y tuve esa leve sensación que debe sentir el que descuidadamente camina por entre los durmientes al oír el silbido apocalíptico del tren. Me alegré de saber que era un día lindo. Aclaro que no escuché a ningún pajarito cantar ni nada parecido, aunque la risita de mi sobrino no tiene nada que envidiar en musicalidad a un canto de un canario, por ejemplo. Había llovido mucho los días anteriores y si no llovía hacía un frío endemoniado. Me carga el sol en verano, pero en invierno es un regalo, una especie de ampolleta amarilla que, aunque no caliente mucho, ilumina los posibles caminos. Es una especie de papá-faro. La habitación estaba tibia. La estufa de combustión lenta que habíamos instalado justo entre el living y el comedor a principio de mayo, funcionaba muy bien. Antes de acostarnos se llenaba de leña y se ponía el regulador casi al mínimo. Por la mañana la leña ya se había consumido, pero el calor aún no se disipaba de la casa. Había que tener, eso sí, el cuidado de cerrar la puerta que da a la cocina y dejar abiertas las puertas de las piezas. La cama se hundió al costado derecho mío y empecé a rodar lentamente hacia ese lado. Abrí los ojos y estiré mis brazos. Di un largo bostezo.
–Pareces un oso –dijo Alonso con su nariz a diez centímetros de la mía.
–Si fuese un oso ya te habría comido –dije refregándome los párpados–, o por lo menos ya te habría dado un zarpazo.
–Dije que “parecías” un oso, no que lo eras.
–Y tú pareces un tapir.
Alonso no emitió ningún comentario a pesar de que él no tenía idea de lo que era un tapir. Si algo no le interesa, no lo pregunta. No es un curioso profesional, como yo.
–Quiero ir al parque –rogó Alonso sentándose sobre mi estómago.
Yo miré hacia la ventana. Por el ángulo en que entraban los rayos de sol entendí que era temprano, un poco más de las ocho, nunca más de las ocho y media.
–Si dormimos un rato más, vamos.
Alonso saltó a mi lado y se metió bajo las sábanas con el mismo apuro con que un bombero se viste al escuchar la chicharra. Me di vuelta hacia la izquierda, hacia la pared que no tenía ventana, y sentí cómo mi sobrino se acurrucaba junto a mí. Antes de cinco minutos se durmió. Yo no lo hice. Sentirlo respirar regularmente a mi espalda es un regalo que no puedo desaprovechar. Yo sabía que Alonso tenía sueño. Rita había regresado a casa no antes de las tres de la mañana. Él nunca duerme a pierna suelta hasta que su mamá no llegue a casa y lo bese en la frente. Rita había tenido una cita con el nuevo pololo de entonces. Llevaban dos semanas de idilio y se veía algo desencantada con esa relación. El motivo del desencanto todavía yo no lo sabía. Alonso durmió profundamente durante dos horas y luego fui yo quien, a través de cosquillas en las plantas de los pies, lo despertó.

Mientras desayunábamos con mi sobrino apareció Rita desde su pieza. Nuestra casa posee tres amplios dormitorios. He vivido toda mi vida en esta casa y no me imagino vivir en otro lado. Alonso ocupa la pieza que era mía, Rita no ha cambiado de pieza jamás y yo duermo en la que era de mis padres. Mi pieza de ahora es un poco más grande que las demás y en ella instalé un escritorio con mi computador. Rita venía muy despeinada y creo que fue el olor a café el que la atrajo hasta la mesa. Ella es fanática del café y no entiendo cómo puede dormir en las noches. Alonso se empezó a reír de su mamá mientras cuchareaba un plato con cereal y leche. Imagino que las ojeras y el pelo despeinado de Rita fue lo que le causó gracia. Mientras le servía una taza de café a Rita, ella pudo por fin separar la lengua del paladar.
–No vuelvo a salir con Ricardo –sentenció, y se bebió la mitad de la taza. Hizo un gesto de dolor, luego se paseó la lengua por sus labios y bebió un sorbo pequeño.
Alonso trataba vanamente de equilibrar su cuchara en el borde de su plato.
–¿Y qué pasó ahora? –pregunté.
Rita estaba esperando esa pregunta para poder seguir hablando. A veces creo que nos parecemos a esas parejas de cómicos en que uno es el soporte del otro para que este último diga su parlamento.
–Acaba muy rápido.
La cuchara de Alonso cayó sobre el plato y mi sobrino al tratar de evitarlo sólo logró agudizar el golpe de la cuchara contra el líquido y terminó con su cara bañada en leche. Le pasé una servilleta y él se limpió con un dejo de molestia contra si mismo.
–A lo mejor estaba nervioso –especulé en defensa de Ricardo, a quien no tuve el honor de conocer.
–Tres veces nos encamamos y siempre fue lo mismo –Rita me acercó su taza y yo se la llené con más café. Bebió un sorbo largo y chasqueó la lengua de dolor–. No sirve. Quedo en el aire.
–Es buen mozo, por lo que me contaste.
–Sí, lo es, y tiene un pito enorme. Parecía perfecto.
Alonso terminó su plato y caminó hacia la cocina. Volvió con un plátano a medio descascarar. Se sentó en las faldas de Rita y entre los dos, mascada por medio, se comieron el plátano. Miré por el ventanal y noté que el día seguía despejado. Escuché el doblar de las campanas de la iglesia ubicada a dos cuadras de nuestra casa.
–Iré a misa a pedirle a Dios que me mande un novio de los buenos –Rita sonrió, y luego le dio un jugoso beso en la mejilla de Alonso. Mi sobrino se limpió con el dorso de la mano y se bajó de sus faldas, caminó hacia el ventanal y se quedó mirando hacia fuera.
–A San Antonio se le piden novios –dije, y mastiqué por fin mi tostada con palta.
–Para qué hablar con una oveja si se puede hablar con el pastor –Rita soltó una pequeña risa, se enderezó y se inclinó hacia mí. Me besó tiernamente en los labios y se puso de pie– . Me conformo con alguien que no sea feo, con un pito enorme, eso no lo transo, y que sea muy imaginativo y “durativo” en la cama.
Miré a Alonso y noté lo bello que se veía a contraluz. Usaba el pijama con caritas del ratón Mickey dibujadas por todos lados. Su pelo castaño brillaba mucho más que otras veces.
–Mi hijo es un príncipe –comentó Rita todavía de pie junto a la mesa.
–Y para tu tranquilidad tiene el pito grande.
Rita creyó que era una broma y rió de buenas ganas. Se despidió con un chao que reverberó tanto en living como en el comedor y desapareció tras la puerta de su pieza. Eso me pasa muy seguido, comento obviedades o menciono algún dato insulso y la gente reacciona como si yo hubiese dicho algo muy ingenioso. Es raro que mi hermana caiga también en ese juego. No era posible que ella a esa altura no se haya cuenta de lo bien dotado que estaba su hijo. Deben ser cosas de mamá, pensé.
Los rayos de sol que entraban por el ventanal hacían que mi sobrino frunciera el ceño y entrecerrara los ojos. Tenía su mano pequeña levantada hacia la luz con la palma abierta sobre su cabeza.
–El sol hace crecer las plantas –aseguró con la suficiente fuerza para que yo lo escuchara.

A pesar de que el cielo estaba despejado, hacía frío afuera. Era temprano todavía para ir al parque así que invité a Alonso a sacar limones. Puse la escalera tijera bajo el árbol y arranqué el primer limón.
–¡Fuera abajo! –grité, y solté la fruta.
Alonso persiguió al limón y lo atrapó antes de que éste dejara de moverse, luego lo echó a un canasto de mimbre que descansaba al lado de un joven naranjo que recién el fin de semana anterior habíamos adquirido y plantado. Nada hacía presagiar algo malo. Todo parecía perfecto. Pero luego solté otro limón y éste cayó sobre la cabeza de mi sobrino. Era un limón grande y se notaba algo verde. Alonso aguantó el dolor un par de segundos, luego se sobó la cabeza con la mano pequeña. Él es diestro, escribe con la mano derecha, pero para varias cosas usa su mano izquierda, la más pequeña.
–No me dolió –me mintió, y se puso en posición para seguir atrapando limones, pero esta vez se alejó a una distancia más prudente de mí.
Sacamos muchos limones y los dejamos en la cocina. Mientras Rita preparaba el almuerzo, junto a mi sobrino nos fabricamos una limonada gigante. La hicimos en un jarro que tiene capacidad para dos litros.
–Debieran tomar café –nos increpó falsamente Rita–, con el frío que hace.
Ella se veía pálida y era natural que su cuerpo no sintiera calor. Una trasnochada puede dejarte así durante todo el día. Por eso mismo siempre he evitado las trasnochadas y beber alcohol. Prefiero estar el mayor tiempo posible sano y lúcido.
Nos tomamos con Alonso toda la limonada. Cabe mencionar que él antes de beber el primer sorbo, llenó una taza con limonada y la puso a calentar en el microondas. Luego la puso frente a Rita. Ella le dio las gracias y se la bebió al seco. Al rato fuimos con mi sobrino a evacuar mucha orina al baño. Jugamos a quien orinaba por más rato. La única regla era no interrumpir jamás el chorro, o si no se acaba el conteo de segundos. Alonso duró 10 segundos y yo 13.
Esperamos que el almuerzo estuviera listo viendo un programa sobre Roma antigua en la televisión. A mi sobrino le encanta la historia, de sobremanera todo lo relacionado con los grecos y romanos. Ël dice, o decía, que con sus trajes parecen extraterrestres. Aseguraba que los romanos venían de Marte y que los griegos de Urano. Antes de que terminara el programa fui a la cocina y abracé por detrás a mi hermana. Se estremeció entera y me lanzó un tímido codazo.
–Voy a ir al parque con Alonso –le dije al oído.
–Vayan, así puedo preparar una clase para mañana y dormir otro resto.

Paseamos tranquilamente por el parque. Alonso jamás se despega de mi lado y aunque no conversamos mucho, creo que es el único que entiende mis comentarios y preguntas o, al menos, no se las cuestiona tanto. Él también me entiende cuando le hablo. O se queda callado. Ambas cosas me gustan. Unos payasos comenzaban su show. Alonso prefirió obviarlos.
–Escribí una obra de teatro –mencionó él.
Noté que nuestros pasos se dirigían hacia la laguna y me sentí bien por ello. Encuentro que los patos son unas aves fantásticas. El motivo lo desconozco.
–Y de qué se trata la obra –pregunté.
–La escribí a medias con la profesora.
–Ella es linda.
–Rita es más linda.
–Es cierto, pero de qué trata la obra.
–Es de fantasmas.
–Qué miedo.
–Son una par de fantasmas que recuerdan a toda la gente que han asustado. La mayoría de los asustados son personajes históricos chilenos, como Portales y Prat.
–Se ve entretenida.
–A ti pocas cosas te entretienen.
–Tú serás el director de la obra, supongo.
–No, la profe es la directora. Ella quiere que yo sea uno de los protagonistas.
–Eso me parece bien.
–A mí no.
Caminamos un rato más en silencio. Llegamos hasta el borde de la laguna y nos apoyamos en la reja. Unas palomas revoloteaban alrededor nuestro. Nunca, ningún animal o ave, se nos ha alejado cuando con mi sobrino nos acercamos a ellos. Es más, nos buscan. Noté que el tema del posible protagonismo dentro de la obra de teatro le incomodaba, pero también noté que quería seguir hablándome. Él sólo estaba juntando valor:
–Los protagonistas son personas normales.
–Tú serías un gran fantasma, lo sé.
–Mis compañeros se reirían de mí. Siempre lo hacen.
Los patos se acercaron a la orilla. Alonso sacó una bolsa de migas que había traído desde la casa y empezó a lanzarlas al agua con su mano pequeña. Los patos, ordenadamente, buscaron las migas y se las comieron.
–Ellos saben que tú eres especial, por eso te molestan.
–Preferiría ser normal, como los patos. Flotar, comer migas y si me da calor hundo la cabeza en el agua.
–El agua debe estar helada ahora.
–¿Acaso los patos no se van al norte en invierno?
–Se fueron varios. Acuérdate que para el verano esta laguna estaba llena de patos.
–¿Y éstos por qué no se han ido?
–Porque son fanáticos de las migas, especialmente de las tuyas.
Alonso sonrió un instante, después se quedó mirando fijo a los patos. Su cara, al parecer, se entristeció.
–Tomás, ¿te imaginas ser un pato muerto?
Me vi flotando en el agua con los ojos cerrados. La corriente me llevaría a cualquier lado.
–Debe ser lindo ser por un instante un pato muerto –contesté.
Alonso asintió. Miró los patos nuevamente y murmuró:
–¿Existirán patos con una ala más corta que la otra?

 
martes, julio 11, 2006
  Capítulo 1. Novela La Mano Pequeña
entregaré a ustedes algunas partes de la novela que estoy escribiendo gracias a una beca otorgada por el consejo nacional del libro (y para que tamara no alegue más)

A modo de prólogo:
Aquí no hay ficción


Hace siete noches maté un hombre. Lamento haberlo hecho, aunque la muerte de ese tipo no me importe en lo absoluto. Alonso, mi sobrino de ocho años, vio todo y desde ese día no ha vuelto a hablar. Él junto a Rita, mi hermana melliza, son las personas que más amo. Si lo pienso, creo son las únicas personas que amo. Lo de Karla es distinto, ya tendré tiempo de explicarlo. Rita es sicóloga y está convencida de que el mutismo de su hijo es temporal. Yo también quisiera pensar lo mismo, pero no puedo.
Me da una lata tremenda tener que hablar de mí y mi familia, incluso el acto de escribir esto en mi computadora –como lo estoy haciendo ahora– me produce hastío. Yo sólo escribo historias ajenas, historias que robo por ahí, en las calles, en las salas de espera y principalmente en el metro. Encuentro demasiado fácil contar una historia autobiográfica. No le veo la gracia. Cabe aclarar que yo no lo veo la gracia a casi a nada, sólo a las cosas que hace Alonso. Mi secreto para robar historias es concentrarse en las voces. Cierro los ojos y escucho el murmullo, de a poco empiezo a separar las voces, a relacionarlas, a distinguir cual voz habla con otra y cuando creo que he logrado captar algo interesante, lo anoto en mi libreta. De ahí saco, supuestamente, cuentos y poemas. En realidad sólo he escrito un par de cuentos y un par de poemas. Soy demasiado exigente con las historias y con mis textos, pero ojo, eso no asegura la calidad de ellos. Aclaro que lo que cuento finalmente (sea en prosa o en versos) no es necesariamente igual a lo que escucho. Rescato la esencia y trato de construir algo, y tampoco sé distinguir muy bien un cuento de un poema. El problema es que mis poemas son demasiados narrativos, me ha dicho Rita en innumerables ocasiones. En el fondo sé que como poeta apesto (el premio que gané hace un mes y medio no cambia en nada mi opinión) y constatar eso me produce cansancio, no pena.
Voy a contar esta historia –y de hecho éste sería mi primer proyecto de relato largo o novela, como se quiera llamar, pues prefiero los cuentos y los poemas; todavía no he leído una novela que sienta que no está sobrescrita– para que quede un documento de lo que me ha pasado estas últimas semanas, una especie de testimonio de lo que me sucedió entre el 25 de julio y el 8 de agosto del 2004. Hoy es domingo 15 de agosto y esta última semana no ha parado de llover. A veces pienso que seguirá lloviendo hasta que Alonso diga algo. Lo que es yo, no voy a parar de escribir hasta terminar esta historia, mi historia, que quizá no cuaje mucho con la versión de la historia de los demás protagonistas, incluyo en esto la historia del muerto.
Una advertencia antes de seguir: como este relato será autobiográfico, me apegaré a los hechos como lapa a una roca. Aquí no hay ficción. Es bueno que se sepa. Y sobre todo que lo sepa Alonso, quien será la primera persona a la que le muestre este texto. Luego a Rita, obvio. Y de ahí a nadie más, por ahora. No puedo siquiera pensar en la posibilidad de publicarlo. Me estaría autoinculpando y no quiero pasar el resto de mi vida encerrado en una celda de dos por dos. No me lo merezco, aunque nadie se merece nada, las cosas pasan y punto. Tampoco deseo que la familia del occiso tome represalias. Por mí, no importa. Alonso es quien me preocupa. Le pediré a mi sobrino que intente publicar este relato apenas me muera. Como ya explicaré, voy a morir joven.

Me llamo Tomás y no es gran cosa. Un día les pregunté a mis padres por mi nombre. Yo era chico, de unos cinco años, estaba en Kínder y usaba una bonita cotona café claro. No llevaba una semana de clases y mis compañeros me molestaban con el grito: “¡Tomás, gato tonto!” Me lo decían con un acento caribeño, igual que en los dibujos animados de Tom y Jerry. Es curioso que a la señora dueña del gato sólo se le lograra ver los pies y la falda. Ella siempre retaba a Tom con su acento caribeño y cada vez que pasaba eso yo me hincaba bajo el televisor y miraba hacia arriba, esperando con eso poder ver el resto del cuerpo de la señora gritona. Yo odiaba ese dibujo animado, no porque mis enanos compañeros me molestaran, eso me daba lo mismo, el tema es que encontraba estúpida la trama. Gato persigue a ratón eternamente. Obviamente nunca se lo comía o se acababa la serie. Aún así lo veía. Algo de masoquismo había en eso, lo admito. En todo caso “el monito” que más odiaba era El correcaminos. Ese pájaro flacuchento era un pedante de mierda, igualito al pato Glad con suerte.
Volviendo al asunto de mi nombre. Papá apuntó a mamá con la punta de los labios y se desligó del problema. Yo me quedé mirando fijamente a ella. No sé cuánto rato pasó pero no fue poco. Mamá a veces ponía a prueba mi paciencia. Yo nunca me desesperaba y la seguía mirando sin expresión alguna. Creo que mamá siempre me encontró algo extraño y me hacía esas pruebas para obtener alguna pista que dilucidara el enigma de mi personalidad (es extraño, me considero una persona muy simple) o de conocer el límite de hasta donde yo podía llegar con mis obsesiones. Esa es la palabra que ella más usaba conmigo: obsesión. No despegué mis ojos de los suyos. Jamás he dejado que alguien no responda mis preguntas. Nada de original tiene mi actitud, basta con leer El Principito para darse cuenta de eso.
–Me gusta como suena –respondió por fin ella.
Yo la miré conforme por el hecho de que me había respondido, no por su respuesta. Tomás no suena bien, tiene la misma musicalidad de un eructo.

Desde niño que el colegio se me hizo fácil y empecé a aburrirme en clases. Hablaba solo y cosas así. Mis compañeros no se juntaban conmigo y yo de puro aburrido leía en los recreos. Papá tenía una biblioteca inmensa, de unos diez mil libros o más. La mitad de los libros eran de ficción, la otra mitad eran ensayos y libros de historia. En tercero básico me cambiaron a mitad de año a cuarto, y en sexto y segundo medio me pasó lo mismo. Con catorce años me transformé en el egresado más joven de mi liceo. Entré a la universidad a los quince y cómo lo único que me interesaba en el mundo eran los niños, estudié pedagogía en matemáticas y luego pedagogía en castellano. Hice un par de magíster en educación, también. Nunca he trabajado como docente, ni creo que lo haga. Alonso llena todas mis necesidades pedagógicas. Él es un buen muchacho.
Rita, el nombre de mi hermana, tampoco es gran cosa, aunque, que yo sepa, nadie la ha molestado por llamarse así. Mi hermana melliza, nacida 5 minutos antes que yo, es la mujer más hermosa que he conocido. Tiene un cuerpo armónico y a diferencia mía, le interesa de sobremanera el sexo. Perdió la virginidad a los catorce años y desde ahí no ha parado de experimentar. No hace mucho, a media noche, se vino a acostar a mi lado y me confesó entre sollozos que ha tenido sexo de todas las formas y posiciones posibles. Ella tiene un cuerpo muy flexible, así que le creo. Yo sólo atiné a felicitarla. Al rato la abracé y nos dormimos.
Rita siempre fue buena alumna, nunca la pasaron de curso a mitad de año, pero destacó con excelentes notas. Es mucho más sociable que yo. Siempre fue reina de su curso y participaba en todas las actividades extra programáticas. Quedó embarazada en el último año de enseñanza media y cuando nuestros padres le preguntaron por el nombre del papá de la criatura, ella contestó:
–No sé quién es.
O pudo ser:
–No se los diré.
Yo estaba en la cocina y no escuché bien. Tampoco traté de averiguarlo. A Rita no la echaron del liceo porque papá era abogado y amenazó al rector con demandarlo por muchos millones si no dejaba a mi hermana terminar el año. Acabaron las clases y mi hermana dio la PAA y esa misma tarde mamá nos reunió en el living para contarnos que tenía cáncer. Murió al mes, una semana antes de nacer Alonso. Yo sentí pena, pero también sentí que la pena no era tan grande. Fue raro. Papá tuvo más suerte, alcanzó a disfrutar de Alonso por seis meses. Él también murió de cáncer. Rita dice que fue mamá fue quien se lo llevó. Puede ser. La muerte de papá me dio un poco más de pena que la de mamá, o puede ser que algo de pena me quedaba de la muerte de mamá y se acumuló. Yo los quise a ambos, pero, lo confieso, nunca al nivel de amor que profeso por mi hermana y por mi sobrino.
Como se ve, estoy condenado a morir joven. Rita y Alonso también. Creo que ninguno de nosotros llegará a los cuarenta. Papá tenía 39 al momento de morir, mamá 37. El cáncer es hereditario por naturaleza. Quizás en quince años más exista una cura contra esa enfermedad. Ojalá descubran esa cura antes de que Alonso muera. A mí me da lo mismo morir a esa edad, a Rita también, lo sé. Ella no soporta la idea de no verse hermosa. Yo le he explicado, sin mucho convencimiento, que la belleza es más que una piel estirada y ella sólo da un suspiro a modo de respuesta. Rita es demasiado linda, ése es el problema. Todo exceso es malo. A mí me encantaba contemplarla desnuda durante su embarazo. Por la espalda parecía una modelo, cintura de avispa y nalgas firmes. Era pura panza, una panza redonda, perfecta. Luego del embarazo y de la muerte de papá, viajó a Mendoza y se ligó las trompas. Yo eso lo encontré inteligente, al punto que la imité y me hice una vasectomía. Alonso es el niño más maravilloso del mundo, no necesitamos más.
Nuestros padres tenían seguros de vidas y algunas propiedades. Cada mes nos depositan plata en una cuenta bipersonal que tengo con Rita. Ella trabaja de sicóloga laboral en una empresa multinacional y hace clases en una universidad privada. De vez en cuando se acuesta con algún estudiante buen mozo y no sufre el más mínimo remordimiento por eso. De verdad, la admiro mucho.
Mi trabajo voluntario consiste en criar a Alonso y mi trabajo remunerado en asistir una o dos veces por semana a las “reuniones de creatividad” en la agencia de publicidad de mi padrino. Benjamín, padrino también de Rita y quien fue el mejor amigo de papá, tiene mucho dinero y su agencia se ha ganado un prestigioso lugar dentro de Latinoamérica. Eso me ha dicho él y no debo por qué no creerle. Mi labor consiste en dar ideas (en realidad ése es el trabajo de todos en esas reuniones), decir cualquier cosa por descabellada que suene, y hacer un par de comentarios sobre las ideas de los demás. Benjamín me invita porque dice que soy creativo. Creo que es una tontera, una tontera con sueldo e imposiciones, una tontera legal. La plata que obtengo de ahí la depositó en una cuenta de ahorro a nombre de mi sobrino.
Alonso nació de ocho meses. Al principio nadie notó algo raro en su cuerpo y no había cómo notarlo, tampoco. Todo estaba en orden, en perfecta simetría. Pasaron los meses y su mano izquierda crecía menos que la derecha.
–Un caso en un millón –dijeron distintos doctores.
Papá, por suerte, murió sin enterarse de ese detalle. Él siempre fue perfeccionista. No soportaba ver un zapato sucio o una corbata chueca, por ejemplo. Papá paseaba a su nieto en brazos hasta que se acalambraba. Rita, a pesar de también tener la característica del amor por la perfección, ha sabido asimilar esta asimetría física de su hijo con tranquilidad. Yo, por mi parte, le digo a Alonso que él en realidad es de manos pequeñas, cosa muy elegante por cierto, y que una le salió más grande que la otra de puro porfiada que es. Él me sonríe, pero es una sonrisa triste, extremadamente hermosa, parecida a la sonrisa de un león azul herido.
 
Bitácora de vuelo de un aspirante a escritor (y ser humano)

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Nombre: roberto fuentes

Nada. Sólo soy un escritor.

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