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sábado, julio 23, 2005
  El ladrón de manuscritos

Los manuscritos tienen ese no sé qué. Admito que sufro cierto fetichismo hacia ellos. Si tengo la fortuna de toparme con uno de ellos sigo un riguroso ritual. Antes de leerlo lo examino cuidadosamente: primero le tomo el peso, veo si está escrito en hoja tamaño carta u oficio, compruebo el número de hojas, noto si está escrito a doble espacio o no, y reviso el tamaño y el tipo de letra. El anillado y el color de la mica transparente también importan. Nada de colores chillones, por favor. Austeridad ante todo. Austeridad y simpleza. Luego de eso alejo el manojo de hojas, leo el título unas tres veces y trato de adivinar la trama. Para esto último ayuda mucho –o engaña, según sea el caso– el conocimiento previo del autor.
Creo, a pie juntillas, que las primeras páginas se tienen que pasar con extrema delicadeza. El comienzo de cualquier trabajo literario es importantísimo, más aún en un manuscrito. Uno tiende a pensar que un libro impreso ha pasado por un comité editorial competente, por lo tanto, si el comienzo no es bueno, mejorará en las páginas venideras. En un manuscrito este prejuicio positivo no tiene cabida. Si el inicio es flojo, es muy posible que el lector no avance más.
Personalmente me encantan los manuscritos por la ingenuidad y pureza que proyectan. La sensación de estar de frente a un diamante en bruto es impagable. Un texto todavía no contaminado con los criterios editoriales. Un libro virgen. Un feto. Comos se sabe, no todos los embarazos llegan a dar a luz, como tampoco todos los manuscritos son finalmente publicados, pero al tener entre las manos un libro virgen ya se puede disfrutar anticipadamente de ese bebé –da los mismo si después la lectura resulta agradable o tediosa–, y en vez de arrumacos uno lo hojea y lo huele y lee cualquier párrafo al azar.
La primera vez que asistí a un taller literario una niña de quince años leyó un cuento de su autoría (digo niña pues las trenzas y su delgadez no la hacían aparentar más de trece abriles). El cuento trataba sobre un hombre adulto y su aventura con una prostituta. Puede que sea al revés también: las vivencias de una prostituta con un cliente nuevo. El caso es que el cuento era redondo, convincente, sólido como una roca. Yo guardé esas hojas y todavía las tengo escondidas bajo llave en un cajón de madera. Sé que son apenas seis hojas corcheteadas, pero si leyeran el mentado cuento entenderían mi entusiasmo. En ese cajón también guardo algunos manuscritos de amigos escritores que se dividen en dos novelas y una colección de cuentos. Curiosamente ninguno de estos trabajos ha sido todavía publicado, lo que le da mayor valor a mi tesoro. Imagino el día en que la otrora niña (no he sabido nada de ella en cuatro años) se haga famosa y yo pueda decir: tengo el manuscrito de un cuento de esta afamada escritora. Esto también cuenta para los autores de los otros textos, todos ellos de muy buena factura, por cierto. Si no se han publicado todavía ha sido por decisión de los propios autores o porque permanecen entrampados en kafkaianas negociaciones con las editoriales.
Las personas que tienen el privilegio de recibir un manuscrito, en su gran mayoría, se dan su tiempo para leerlo, subrayan las mejores frases, anotan sugerencias específicas a un costado de las páginas y, en letra grande y clara, redactan una opinión general al final del texto mismo; también se reúnen con el autor a tomar un café para comentar el relato en cuestión. Obviamente el manuscrito es devuelto con una sincera sonrisa dibujada en el rostro y se agradece la confianza depositada. Yo no hago eso, al menos no del todo. Recibo feliz el manojo de hojas, lo leo con premura, casi nunca lo subrayo y jamás lo devuelvo. El rito del café y el comentario general (oral y no escrito) no me lo salto. Es lo mínimo que uno puede hacer y, ojo, no acepto que el autor pague la cuenta, no, de ninguna manera, la sola posibilidad de tener un nuevo tesoro en mi cajón ya es demasiado regalo. ¿Y qué diablos hago con los textos que finalmente no me gustan? Los dejó apilados en un rincón de mi oficina. Soy incapaz de destruirlos. Bueno, por este y por otros motivos es que no recibo muchos manuscritos. Ya me hice la fama de “aprovechador”, como decía mi abuela.
 
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Bitácora de vuelo de un aspirante a escritor (y ser humano)

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