Versos escondidos en el ático
Los poetas jóvenes me tienen chato, cansado, aburrido. Hablo de los mozalbetes compatriotas dedicados a la lírica, de los que he leído, escasamente leído, pues luego de los primeros versos el desánimo me supera y cierro los ojos.
Estos valientes muchachos aparecen en revistas literarias (financiadas por ellos mismos), en cientos de cadenas de mails (mandados por ellos mismos), en los cafés literarios (ser poeta y no asistir a estos cafés, es una contradicción biológica) y finalmente, en cualquier esquina del barrio Lastarria. No es difícil reconocerlos. Visten distinto al resto, pues, o andan enteros de negro, o lucen muy compuestos con sus pintas de intelectual; también están los que revientan sus ropas de colores (no olvidar el pañuelo naranjo amarrado al cuello). Todos ellos apresan un libro de algún poeta maldito bajo el brazo. Son una plaga.
La guinda de la torta fue el libro Cantares, antologado por Zurita. Se oyeron muchas voces en contra del texto (¿o de Zurita?). En muchos de esos negativos juicios me siento parte. Da la impresión de que los jóvenes escritores tienen muy poco qué decir; disfrazan esta falencia con palabras rebuscadas y algún otro recurso como escribir con distintos tipos de letras. La falta de ideas no me molesta tanto (es un cliché, pero es cierto: todo ya está escrito), la de sentimientos sí, y la ausencia de simpleza también. A tanto llega esto que inventan recitales poéticos para mostrar sus trabajos (y ni siquiera poseen buena voz). Creo que los poemas se deben leer y listo, lo demás es tontera. No olvidar un disco que salió hace poco que combinaba música tecno y poesía. Uf. No olvidar las nunca bien ponderadas “acciones poéticas” (en este saco cabe de todo). Bombardear la ciudad española de Guernica lo encontré curioso, gracioso, pero nada más, una humorada a la altura de las cámaras indiscretas que aparecían en el antiguo programa de Sábados Gigantes.
A veces pienso que nuestros poetas jóvenes, en general, han llevado una vida fácil (eso es lindo y me alegro por ello) y que no son capaces de hacer suyos, por último, tormentos ajenos (sí, me apareció el resentido que llevo dentro). Una joyita de ejemplo: existe un poema (¿?) que repite un centenar de veces la palabra “fuego”. Eso es todo. Fuego, fuego, fuego, fuego… ¿Qué lindo, no? Lo leí varias veces creyendo que algo se me había pasado y no encontré nada. Quizá soy un retrógrado, un hombre poco vanguardista (qué peligrosa es esa palabra); mejor así, quedarse encallado en versos como “polvo será, más polvo enamorado” no le hace mal a nadie.
Los libros de poesía (de autores jóvenes, entiéndase menores de treinta años) no abundan tanto. Son poco comerciales. La mayoría son autoediciones de muy buena factura, excelente calidad de papel, atractivos diseños de portada y diagramación, pero escasos en versos. El poco número de versos no sería problema si la calidad de los mismos fuera interesante. Pero el panorama no es tan negro como bufonamente lo pinto, siempre hay excepciones que confirman la regla. Destaco tres: Insistencia, de Carmen García; Mudanzas, de Alejandro Zambra; y Completa, de Paula Ilabaca. De partida son libros que se entienden –y eso no es menor–, poseen una voz propia y se aprecia cierto desgarro (siempre mostrado con sutileza) en los poemas. Al finalizar de leer cualquiera de estos textos queda la sensación de que el autor necesitaba escribir con urgencia aquel libro.
Para terminar. ¿Y quién es éste que viene hablar mal de los poetas jóvenes?, se preguntarán legítimamente muchas personas. Respondo: sólo soy un desconocido prosista, un lector medio y un frustrado poeta que ha tenido la decencia de guardar sus versos en un cajón sellado en el lugar más oscuro y húmedo del ático. Todavía queda espacio en el cajón por si hay interesados, digo.