Siete
A veces ella me regalaba unas miraditas tiernas. Todo duraba apenas milésimas de segundos. Un pestañeo, mucho brillo en los ojos y una inquietante sonrisa, tipo Mona Lisa. Esta niña está lista, pensé, sólo falta que lleguemos al mentado santuario para ponerme en acción. Y aquello significaba adularla, decirle otro poema si era necesario, besarla suavemente, un par de “te quiero”, y a buscar un lugar cómodo y solitario se ha dicho. Yo sabía que ella no era virgen. Mis oídos fueron testigos de aquello. Ahora, lo anterior tampoco la transformaba en una bataclana. No, señor. Ella lo había hecho con su pololo, no con cualquiera. Cabía la posibilidad de que a mí, aún después de que nos besáramos y nos prometiéramos amor eterno, no me dejara traspasar la línea que separaba las fogosas caricias del sexo. Sería una pena, pero había que averiguarlo. Además, ella me gustaba de igual manera, si no pasaba nada ese día podía pasar otro, y a lo mejor nos transformaríamos en pololos. Una polola como ella no estaba nada de mal. Sin lugar a dudas una polola es mejor que cien aventuras al mismo tiempo. Tarde o temprano ese tipo de relación te asegura sexo y de forma periódica. Hay que querer y dejarse querer, pensé. Qué dijiste, me preguntó Yuly. La manía mía de pensar con la lengua siempre me ha traído problemas. Hay que apurarse para llegar luego, respondí. A Yuly no la noté muy convencida con mi respuesta. Suspiró o bufó, pero soltó aire por la boca. Me hice el leso y aceleré levemente el paso. Sentía mis pies bastante calientes y mis pantorrillas empezaron a punzarme. A pesar de ello distinguí delante nuestro, a unos cincuenta metros, a una chica muy sexy. Un poco más allá pude ver también a los chicos de la Pastoral. La chica sexy vestía unos jeans ajustados y su polera blanca y su peto amarillo no alcanzaban a cubrir su ajustada cintura. Parecía linda de cara, además. Ella algo comentaba a los peregrinos. Éstos se detenían un momento y luego se iban. Ella hacía exagerados gestos de lamento. Yuly, mientras tanto, no dejaba de regalarme miraditas tiernas.
La niña sexy se posó frente a mí. Con Yuly nos detuvimos de golpe. Pasen por aquí, dijo apuntando un sendero. El sendero acortaba el camino notoriamente. Era un atajo perfecto. Miré nuevamente a la niña y recién ahí me di cuenta que ella lucía unos cachos rojos sobre la cabeza. Era una diabla, una diabla deliciosa. Seguramente los curas la habían escogido con pinzas. Su voz era algo rasposa, rasposamente deliciosa. Todo en ella provocaba sensaciones cálidas en mí. El sendero era perfecto, como ella. La vida empezaba a sonreírme. Llegaríamos temprano al santuario gracias a la ayuda de una sexy diablita.
No, ni lo pienses, me aclaró Yuly. Por qué, grité al cielo. Es una prueba. Qué tipo de prueba. En la misa el cura aclaró que en el camino sufriríamos tentaciones y qué debíamos superarlas. Ese cura está loco, para qué seguir el camino más largo. Es una prueba de fe Nadie va a saberlo, vamos. Si quieres nos desatamos y vas tú solo. No es para tanto, tan solo es un atajo.
La chica sexy se contorneaba con una sonrisa pícara dibujada en su rostro. Yuly se veía molesta. Estaba claro que de haber podido, hubiese agarrado a trompadas a esa niña. Por mi parte, ya me había resignado a caminar de más, cual Caperucita. Apreté la mano de Yuly y apareció el Gordo. Veo que tu pareja está dudando, le comentó a Yuly. Ella asintió todavía proyectando molestia en su rostro. Ya nos íbamos, aclaré. La tentación no es soportable para gente sin fe, dijo el Gordo. Bah, ahora eres filósofo. Vayan los tres por este atajo, sugirió la chica del peto. La miré nuevamente y la encontré muy calentona. Debe ser la mascota de los curas, pensé. Nosotros no vamos, dijo el Gordo aterrizando su manota sobre el hombro de Yuly. Entonces tú ven, me dijo la descarada y agregó una oferta irrechazable: Si quieres te acompaño hasta el fin del atajo. Mierda, pensé. No, gracias, tengo compañía, aclaré lleno de dolor. Apreté nuevamente la mano de Yuly y empezamos a caminar. No podía sacarme de la cabeza la imagen del diminuto ombligo de la diablita. El Gordo no se despegó del lado de Yuly. Asquerosa lapa, pensé teniendo mucho cuidado de que no se me escapara el pensamiento. Era linda ella, comentó mi archienemigo. Yuly no respondió. Te estás convirtiendo en pecador, ataqué. ¿Yo, en pecador?, ironizó el Gordo. La encontraste linda. Eso no es pecado. Para ti sí. Sólo dije que es linda. Dijiste linda porque no te atreviste a decir rica. Eso es lo que tú piensas. Eres un eunuco. Sólo soy… El Gordo tartamudeó un poco. Yuly me soltó la mano y su molestia aumentaba exponencialemte. Yo sabía que toda esa estúpida batalla con el Gordo, y específicamente ésta, la de la diabla, no me ayudaba en nada, pero no podía resistirme a enfrentarlo. Sólo soy un buen cristiano, no un animal, aclaró finalmente el Gordo. Un reprimido, ataqué. ¿Ves?, le dijo a Yuly apuntándome, es un animal que no puede controlar sus impulsos. Todos somos animales, iba a decir, pero decidí callar eso. Yo sólo quería tomar un atajo, dije en cambio. Me están aburriendo, sentenció Yuly, y el Gordo se rascó la cabeza y se fue a paso apurado hacia donde sus estaban sus ovejas. Disculpa, el Gordo me saca de quicio, dije. ¿Viniste por mí a esta peregrinación?, me inquirió Yuly. Tú sabes que sí, mentí a medias. Entonces, respétame. No te entiendo. Sabes que yo no tomaría atajo alguno. Ah, es por eso. Por eso y por tus peleas con el Gordo. Él me provoca. Y tú no te puedes contener. Está bien, no lo pescaré más. Déjalo que hable. Lo dejaré. Y no lo insultes más, que también le tengo cariño.
“Que también le tengo cariño”. La frase me quedó rebotando en mi cabeza. No fui capaz de preguntarle a Yuly si acaso por mí sólo sentía cariño. Es una estupidez, pero lo pensé. Uno quiere ser siempre especial y único para las mujeres, no importando si uno tiene varias chicas especiales en su corazón, para decirlo de forma elegante. No sé si fue la confusión, o algo de rabia, o un ataque de celos, pero me sentí incómodo, y a lo mejor fue ese estado lo que no me permitió verificar si la chica que estaba descansando bajo la sombra de un árbol, y que sobrepasamos justo cuando Yuly soltó la fatídica frase, era Andrea. Y si no lo era se parecían mucho. Y si era ella se veía bellísima. Y debí girarme y mirarla bien, pero no quería más problemas con Yuly y no doblé mi cuello. O, derechamente, no quería perder todo lo ganado con Yuly. Me quedaron dos dudas: la chica aquella estaba sola o acompañada; y si ella, si me había mirado, me hubiese reconocido o no. El calor me hacía sudar mucho y mis ojos ardían. A ti te tengo algo más que cariño, sacó nuevamente la voz Yuly, y olvidé el calor y toda molestia.
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