No pongas a Salinger
No pongas a Salinger
Una vez que terminé de corregir el borrador de mi primer conjunto de relatos, caí en la cuenta de que algo le faltaba: el epígrafe. Mi esposa me aconsejaba que obviara el asunto. “Los escritores escriben esa tontera al principio de los libros para parecer más cultos”, alegaba ella. Revisé varios textos y fui descubriendo que en muchos casos parecía que el epígrafe no era más que una tonta ostentación del autor. Ante mi mueca de molestia mi esposa reaccionaba con una sonrisa, no burlona, no totalmente, era más bien una sonrisa de te lo dije. En mi revisión descubrí que los autores franceses eran los que más aparecían, seguidos de cerca por los clásicos griegos. Pero también descubrí que aquellas primeras líneas encerraban cierto tipo de homenaje hacia el autor citado. “Un libro no está terminado si no tiene un epígrafe”, sentencié con poca convicción. Mi esposa se encogió de hombros.
Ese volumen de cuentos contiene, en su mayoría, historias donde los protagonistas son niños o adolescentes. Frente a esta realidad busqué en mis libros iniciáticos (los que más me han marcado) la bendita frase que anunciara, aunque sea sutilmente, lo que se encontraría el lector más adelante. Mal que mal el epígrafe es un portal a un mundo nuevo, y ese portal debe representar de cierta forma un aperitivo que abra los apetitos literarios. Clasifiqué tres citas: una de Papelucho, otra de La ciudad y los perros y cerré con El guardián entre el centeno. Luego de analizar cada una de ellas, sentí que las palabras de Vargas Llosa eran las más lejanas al sentido (si es que alguien le puede encontrar uno) de mi libro. Esa noche me dormí tarde, quedaban sólo dos días para entregar el manuscrito final a la editora, y no pude decidirme por ninguna de las dos alternativas que quedaban.
Ingenuamente me junté con un grupo de amigos escritores al otro día. Todos ellos habían leído mis cuentos o, por lo menos, sabían de qué se trataban. Puse las dos citas sobre la mesa y ellos, presurosos, se lanzaron a la lectura. Todos arrugaron la frente. “No pongas a Salinger”, dijo el mayor. “No, no es conveniente”, acotó la única dama presente. Yo sólo atinaba a rascarme la cabeza. Pregunté el motivo de tal rechazo. “No es bueno que te asocien a Salinger”, explicó el menor. “Pero si escribe muy bien”, repliqué. “Es muy de culto”, arremetió la dama. “Los críticos te van a asociar a la Zona de contacto”. “Es muy gringo”.
Pasado el tiempo descubrí que todo había sido una tontera. A la hora de escribir, incluso a la de citar, hay que ser honesto consigo mismo. Qué importa que sea un autor de culto, o súper ventas, o mal mirado. Qué importa que el autor sea gringo, vietnamita, cubano o ruso. Lo único relevante del asunto es la relación que ese autor, que ese párrafo, que ese libro, haya conseguido contigo y tu obra. Salinger es un gran autor, y su historia de que vive enclaustrado en su casa desde hace décadas me parece sólo anecdótica. Holden Caufield es uno de los personajes más tiernos que posee la literatura norteamericana. Basta recordar la escena con la hermana menor: Caufield confiesa que él quiere convertirse en un guardián, esconderse en el centeno para advertir a los niños que no se acerquen a un barranco cercano. La vida se le cae a pedazos al protagonista, pero todo eso parece olvidarlo ante la presencia de su hermanita. De ese emotivo momento había extraído la polémica cita y mi falta de carácter evitó que la pusiera en mi primer libro, pero no en el segundo: una novela donde el protagonista frisa los doce años. Quizás es cierto que algún crítico haya hecho una mueca de desagrado al abrir el libro y encontrarse con Salinger, quizás más de algún potencial lector haya desahuciado mi novela al momento de leer el epígrafe, quizás muchos colegas escritores sonrieron con sorna luego de comprobar de que, para más remate, debajo de la cita de Salinger existía algo peor: parte de la letra de una canción de Los Prisioneros. Sólo citaré a Proust el día en que pueda, al menos, terminar de leer uno de sus libros sin pegarme cabezazos en la pared.