Seis
Antes de irnos a la playa con mis amigos, visité una especie de gallinero. Digo “especie”, pues no había ninguna gallina. Sólo pollitos. Y eran cientos. Una verdadera alfombra amarilla de unos seis metros cuadrados. Es una pollera, concluí con brillantez. Esta curiosidad se ubicaba al final del sitio de la abuela, detrás del baño. Me alegré de saber que no estaba tan loco. Había escuchado ese piar durante el día entero.
Llegamos a la playa, saqué la Biblia y antes de que me diera cuenta de algo, ya estaba hecho el primer pito de marihuana con una hoja de la misma Biblia. Yo era el único del grupo que no la había probado y, como ni siquiera fumaba cigarros, en la primera aspirada tosí como el peor de los enfermos tuberculosos. Mis amigos se reían mucho entre pitadas. Me enseñaron a contener el humo en los pulmones. Luego de varios intentos pude aguantar una par de segundos antes de toser, porque jamás dejé de toser. Luego del cuarto pito, o sea, cuando se acabó la marihuana, me quejé de que no sentía nada especial. Mis amigos tenían los ojos muy achinados y dibujaban una sonrisa eterna en sus caras. Me puse de pie, estiré los brazos y reí. Curiosamente no sabía de qué diablos me estaba riendo, y lo hice con energía, y lo hice por largo tiempo. Los músculos del estómago se me fatigaron y el dolor hacía que no fuese agradable reír tanto. La situación empeoró, el dolor se agudizó y aún así no podía parar la, ahora, carcajada. Mis amigos no reían, sólo sonreían, y al cabo de un rato les molestó mi carcajada. Te estás riendo de nosotros, dijo alguien. La risa había aminorado un poco, pero al escuchar ese estúpido comentario, se reavivó con más fuerza. Caí a la arena en posición fetal. Sólo quería parar mi patético show y me resultaba imposible. Te estás riendo de nosotros, empecé a repetir en tono de mofa. El sol se estaba ocultando debajo del mar y el color rojizo del cielo también me pareció gracioso. Incluso, el hecho de que mis amigos se alejaran de mí y se ubicaran en la loma de una dunita ubicada a cincuenta metros de mí, me resultó en extremo gracioso. Rogué al cielo parar. Mi ruego no era más que un mensaje en una botella lanzado al mar. Mi ateísmo no me impidió invocar a cualquier ser superior (en términos geográficos, por lo menos) para que se apiadara de mí. En un momento pensé en tomarme una de las pastillas, pero me acordé que existía la posibilidad de que fuesen para el ánimo, y yo no necesitaba nada para el ánimo, más bien todo lo contrario. Pensar me hizo bien. Lentamente mi risa se apagó, igual que el sol en el horizonte. El cielo del rojo pasó al morado y del morado al negro. En ese instante ya podía respirar nuevamente bien y mis amigos volvieron a mi lado. Parecías un loco, dijo alguien. Fue culpa de la hierba, contesté con poca convicción. Todos fumamos y a nadie le pasó algo igual, insistió el mismo. Es mi primera vez, expliqué. Puede ser, dijo otro, pero igual te burlaste de nosotros. Puede ser, contesté, y me reí un poco. Una puntada atacó nuevamente mi estómago. Vamos por copete, dijo Marco en tono conciliador. No sé cómo explicarlo, pero distinguía perfectamente cuando era Marco quien hablaba; los demás me parecían una misma masa con distintas voces.
Dos amigos corrieron hacia la botillería más cercana y regresaron a la playa con una garrafa de vino blanco, de vino barato por cierto, y tres sobres de jugo Yupi de piña. Echamos los jugos dentro de la garrafa y tuve el honor de batir nuestra falsa champaña. Chorreé un buen resto. A nadie le importó. Vino había de sobra. Éramos cuatro o cinco chicos versus una garrafa. Al no haber vaso debíamos beber directamente del enorme envase. Alguien enseñó la técnica de tomarla con una mano, voltearla sobre el antebrazo y beber. A mí me costó una enormidad lograrlo. Conversamos, era que no, sobre mujeres. Según lo que se comentaba ninguno era todavía virgen, cuestión más que dudable. Mi grupo era más bien perdedor. No íbamos a fiestas, ni éramos los más bueno mozos del curso. Igual teníamos algo de suerte. En particular, mi experiencia sexual era escasa. Obviamente conté un par de mentiras, o hermoseé la verdad. Para eso siempre he sido bueno. Marco habló de una vecina algo mayor que había intentado seducirlo durante casi un año. Un día mi amigo se armó de valor y entró a su casa: tiraron toda la tarde. Marco quería repetirlo todos los días, pero ella le dijo que no, sólo dos veces a la semana. Mi amigo le pidió, más bien le suplicó, que le explicara la razón. Quedo muy adolorida, contestó ella, lo tienes muy grueso. No se notaba en el tono de voz de Marco ningún atisbo de grandeza. Tampoco él era conocido por mentiroso. A pesar de nuestros egos le creímos. Todos sabíamos que nuestro amigo estaba bien dotado. Luego de educación física nadie se duchaba cerca de él para no caer en lamentables comparaciones. La envidia duró hasta que nos emborrachamos. Me cuidé, eso sí, de no beber mucho. Cerré los ojos e imaginé a la vecina de mi amigo montada sobre él. La cabellera volaba de un lado a otro. Abrí los ojos y me sentí estúpido. Eso lo encontré gracioso, pero evité cualquier atisbo de risa. Otro ataque de risa igual al anterior y me moría.
Mis amigos querían hacer algo más. Yo estaba feliz en la playa oscura. Miraba las estrellas y dibujaba figuras. Nada parecido a constelación alguna. Dibujé un carretón, una silla, un libro abierto y un pato. A jugar taca taca, dijo alguien, y lo seguimos. A esa altura y en nuestro estado, hubiésemos aprobado cualquier propuesta por muy descabellada que hubiese sido. Caminamos hasta el centro de Pichilemu y luego de espantar a unos niños que se demoraban mucho en desocupar un taca taca, compramos algunas fichas. Creo que las compro Marco. Él manejaba más plata que el resto. Su abuela era muy generosa. Nadie entendía nada del juego y nos reíamos de todo. Yo no tanto. Alguien me pasó un chicle y di tres masticadas. Me aburrió, lo escupí y el chicle cayó encima de uno de los arqueros del taca taca. La bengala, le cayó una bengala, gritó alguien. Nos demoramos un par de segundos en asociar el hecho al incidente de la que sufrió el Cóndor Rojas en el Maracaná, pero cuando logramos la sinapsis esperada nos reímos otra vez. No podía soportar el dolor. El administrador del local nos echó del lugar vociferando variados insultos. En el fondo eso me ayudó. Me dio rabia la actitud del administrador. La rabia anuló la risa y con eso el dolor. Quise patear el taca taca, pero me contuve. A mis amigos también los vi molestos. A pesar de ello obedecimos como un manso rebaño. Nos sentamos en la solera hasta que se nos pasó la rabia. Ahí, completamente callados, nos quedamos contemplando a los grupos de chicas que pasaban frente nuestro. No dábamos buen aspecto. Apenas ellas nos veían nos esquivaban. Vamos a la disco, propuso Marco. Alguien dijo vamos. Los demás nos encogimos de hombros y por lo menos yo acompañé el gesto con una estirada de trompa. En el fondo sabíamos que sería una experiencia penosa. Combatir una batalla con la seguridad de que será perdida, me resultó un acto romántico. Expuse mi pensamiento y nadie me oyó, o me entendió. Nadie se opuso y nos pusimos en camino. Nuevamente me acordé de las pastillas, las palpé dentro del bolsillo chico de mis jeans y sonreí confiado al igual que un vaquero después de tocar su pistola. Compramos las entradas (¿o las compró Marco?) y en medio segundo nos vimos envuelto en una nube de humo bajo un torrente de luces de colores. Respiré profundo y saqué a bailar a una chica cualquiera. Me dijo que no. Saqué a otra y recibí idéntica respuesta. Luego de cinco fracasos volví donde dos de amigos. Uno de ellos era Marco. Marco vaticinó que esa noche nadie nos pescaría. Yo le dije que sólo quería bailar, no agujear. Él me contestó que las mujeres asumen que uno quiere engrupirlas al sacarlas a bailar. Me quedé callado. Tocaban a Ramones y odié no ser algo parecido a un chico popular. Surgen desde el humo tres niñas frente a nosotros y caminan hacia la barra. Marco las sigue y habla con una. Pestañeé y ya estaban bailando. Mi otro amigo repitió el acto y también terminó bailando. La otra niña se quedó mirándome, o quizás miraba a alguien detrás de mí, o tal vez no miraba a nadie y su cabeza accidentalmente apuntaba hacia donde estaba yo. El caso es que la invité a bailar y ella aceptó gustosa. Sonrió honestamente, lo juro, y eso me gustó, la encontré hermosa, y antes del primer paso de baile ya estábamos conversando sobre nosotros. Me llamo Andrea, me dijo. Es demasiada la coincidencia, se me escapó. ¿Coincidencia?, repitió ella. No, contesté, es demasiada la potencia del volumen. Ah, me gusta la música fuerte, comentó. A mí también, mentí. Ahora viene algo cursi: me perdí en sus ojos brillantes. No a todo el mundo le brillan los ojos. Sólo a unos pocos. Bailé despacio. Todavía me sentía mareado y un hambre espantosa se apoderó de mí. En ese instante me habría comido una vaquilla entera. Andrea, dije entre medio de un suspiro. Sí, así me llamo, dijo ella, tienes buena memoria. Además de bella era graciosa. Era perfecta.
Uno |
Suscribirse a
Entradas [Atom]